¿Necesitábamos una guerra?

Vivimos tiempos convulsos. Putin y Zelenski han agitado el panorama político mundial. Han dejado en segundo plano cualquier aparición televisiva de Le Pen y Biden. Putin es un monstruo por atacar con crueldad al pueblo ucraniano bajo el eufemismo de operación militar especial; Zelenski es un títere por enarbolar una campechanía sobreactuada. Las miserias humanas se vuelven a reproducir en plena guerra, tras una pandemia que ha trastocado al planeta, que nos había hecho repensar las prioridades colectivas. Para la gente mediocre, la mayor prioridad es invadir territorios, arrasar con la riqueza social y económica, debastar un país que había consolidado una historia llena de vidas llenas de historias.

«Viva el terrorismo, viva la guerra», cantan todavía Los Punsetes con ironía en sus conciertos. En tiempos en los que la vara de lo políticamente incorrecto te tumba al respirar un poco más alto que los demás. Los vagones silenciosos de Renfe humillan con la mirada a quien recibe una llamada telefónica, y todavía más a quien molesta con melodía cutre de Android. Todo es incorrecto. Nadie puede caminar por la calle vestido de Palomo Spain, porque le pegan una paliza homófoba. Ya no se puede discutir de cualquier cosa que se salga de lo mediocre porque, si te pasas unos milímetros, rozas los extremos. Y los extremos siempre son malos, todo el mundo lo sabe. La vehemencia de lo correcto se impone ante la razón sosegada de lo radical. Porque radical significa ir a la raíz: y muchas veces deberíamos ir a la raíz de las cosas para atajar los problemas del futuro.

Duele viajar a Egipto y ver cómo niños de ocho años te venden muñequitos de trapo a un euro. No les des dinero, decía el guía nativo. Si lo haces, la criatura llegará a casa con más dinero que su padre, y tendrán la justificación adecuada para que no pise el colegio nunca más. Abocamos generaciones enteras de un país a la ignorancia. Aquí, en España, pasa igual, pero la muñequita es una app de móvil que cierra el libro y que arroja por un precipicio la creatividad. Acabaremos el siglo XXI y solo sabremos dibujar lo que vemos, volviendo inevitablemente a la caverna de Platón.

No hace falta esperar a generaciones del futuro. Eurovisión o el fútbol son dos fenómenos parecidos que hacen perder la capacidad de raciocinio, que obstruyen cualquier preocupación sobre un problema real. Son formas de vencer a la preocupación, y al mismo tiempo provocan la muerte en vida. Porque mientras durante dos meses solo te dedicas a leer noticias de tu equipo, o defender a Chanel en redes sociales, estás obstruyendo cualquier comentario crítico sobre el mundo en el que vivimos. Estás colaborando con la guerra, estás subiendo el IPC de forma pasiva e inadvertida. Estás dándole comida al pez grande y quitándosela al pequeño. Llamadme radical ahora. Lo soy.

En conclusión, Fischerspooner lanzó la canción We Need a War hace ya una década. Venía a decir que si se meten con nosotros, necesitamos una guerra. Y ahora mismo el universo está confabulándose para una guerra mundial que atraviesa muchas más fronteras que las del voto eurovisivo o la geopolítica globalizada. La bandera LGTBIQ va a tener que abanderar muchas guerras. La creatividad y el arte van a tener que lanzar cañones a babor. La conversación atacará al silencio impuesto. La indeterminación del futuro batallará contra la obsolescencia programada.