Asimov y yo

Se cumplen 100 años del nacimiento de una de las figuras clave en la investigación tecnológica internacional, Asimov, historiador, inventor y teórico del futuro. Porque si no conoces el pasado, difícilmente puedes proyectarte hacia adelante. Sé que celebrar aniversarios y matematizar fechas de lo que acontece durante nuestra breve existencia es un síntoma de hacerse mayor. No pasa nada. Estoy encantado de tener memoria para recordar. Como aquella era pre-whatsapp en la que alguien que te importaba te hacía una un llama-cuelga, para hacerte saber que estaba ahí, que se acordaba de ti; y se le respondía igual. Con tan poco se decía tanto o más que ahora con mucho. Hoy, con todas las plataformas sociales (sic) a nuestro alcance, un DM con texto ilimitado, posibilidad de etiquetas, emojis, vídeos y gifs, se queda vacío de alma, inservible a todos los efectos. Nos hemos dado cuenta de que no somos robots, y queremos abrazos de quien nos los quiere dar, silencios de quien nos quiere ceder un hueco en su sofá. Nada hay más, de verdad.

Incoherente una vez más con el mi relato: no soy tan posthumano como creía. ¿Ahora cómo me justifico? Esa necesidad vital de no decir lo contrario de lo que dijiste ayer está sobrevalorada. Para más señas, la mente que diseñó los primeros robots, la de Isaac Asimov. Paradójicamente, a lo largo de su vida escribió más de 400 obras y estudios para los que nunca utilizó computadoras, sino su propia máquina de escribir. Con una máquina pretecnológica que funcionaba a tinta diseñó todos los robots que hemos visto hasta la fecha. Ser posthumano, avanzado a su tiempo, nos alegró la existencia inventando un futuro en el que los servicios serían mejores. Por suerte, no pudo llegar a vivir lo que estaba por venir. Una vez más, el futuro nos ha decepcionado. En lugar de doctores robots, hoy la Comunidad de Madrid pide voluntarios para atender a las futuras víctimas de una pandemia. De lo que pudo ser un robot al esclavo solo hay un salto generacional.

Apple TV prepara ahora una serie que se estrenará en 2021 sobre los 16 capítulos de La Fundación, divagaciones y ensayos escritos por Asimov que, ni en las mejores predicciones de visionarios y futurólogos, dieron en la diana de los problemas que vislumbramos en pleno siglo XXI. El sol desnudo habla del calentamiento global y la posible lucha contra la habitabilidad del planeta. Yo, robot, cuenta episodios de una tecnología inteligente y establece las tres leyes de la robótica. En Las corrientes del espacio atisba la posibilidad de huir de La Tierra para habitar otros planetas. Todo muy coherente con el momento que vivimos, en el que las playas están empezando a decirnos a adiós de una forma escandalosa. Por si fuera poco, asteroides más grandes que un campo de fútbol se aproximan a la tierra con más frecuencia cada vez. Desde que comenzamos a utilizar los campos de fútbol como unidad de medida, todo ha ido a peor. Eso es así.

Siempre me ha interesado la robótica, y eso que soy de letras puras. De latín y griego. Pero todo lo que signifique automatismo me vuelve loco, lo llevo dentro. Admiro los seres humanos autómatas, los que actúan sin reflexionar y emiten movimientos y consideraciones perfectas. Recuerdo muy de pequeño que uno de mis entretenimientos favoritos era ordenar las cosas. Las bobinas de hilos de mi abuela acababan perfectamente cuadriculadas en una cesta circular. Los zapatos de bajo de las camas aparecían emparejados y alineados desde la perfección geométrica. No me extrañaba en absoluto que me dijeran que era un niño raro; porque en la rectitud y el orden me encontraba cómodo, era mi normalidad. Eso me autoeduqué en un equilibrio mental especial. El orden de las cosas siempre puede ser alterado por otros, y reordenado por mí. A mis objetos privados y mis sentimientos solo tengo acceso yo; y los comparto solo cuando quiero. Las cosas, todas, nacen para morir. Y hay que asumirlo así: niño raro, adulto raro.

Vivimos una era en una excesiva comunicación de sentimientos. Y de proyección de emociones falseadas. ¿Cuántas imágenes de similitud a la felicidad hemos visto este verano en redes sociales? Seguramente muchas. ¿Cuánto hay de real en esa percepción? Seguramente bien poco. Tras una comida muy fotografiada suele haber una conversación aburrida. Tras una foto erótica en la cama, raras veces suele haber sexo. Destinar tiempo a compartir significa renunciar a disfrutar el instante. Es algo que ya habíamos aprendido, pero continuamos cayendo en el mismo error, como humanos incombustibles que somos. Yo seguramente sea el primero. Pero tengo una ristra de seguidores empedernidos.

Quizá una de las cosas que más nos aleja de la robótica son los relatos de amor puro e incondicional. Porque un robot sabría perfectamente que todas las personas estamos rotas y taradas, somos defectuosos, caducos y no servimos para mejorar su existencia. Pero nosotros nos obstinamos en atrevernos a sentir. Atrévete a sentir es nuestro lema cada vez que empezamos algo nuevo, aunque sea tirarnos por una montaña rusa, leer un libro de Saramago, o revisionar una película de Billy Wilder. O de Woody Allen; con sentimientos tan enfrentados como provoca su persona. ¿Qué más da la persona? Si lo importante es lo que produce, lo que fabrica, lo que nos dejará cuando se haya muerto. Todo lo demás no se puede juzgar, porque forma parte de una intimidad solo compartida por intereses que no somos capaces de reconocer. Empiezo hoy a leer su autobiografía. Hablaré de ello pronto.

El amor, esa ley no reconocida en la teoría robótica de Asimov, merecería formar parte de un templo de la humanidad como el Panteón de París, la ciudad más romántica del planeta. Donde estos días se debate si deben entrar o no los restos de los poetas y amantes Rimbaud y Verlaine, dos de las figuras literarias que más han marcado a nuestras generaciones, y que se han convertido en símbolo gay atemporal. Cuando Rimbaud escribió una de mis leyendas favoritas («Mantener el paso ganado. Hay que ser absolutamente moderno») seguramente no sabía que ahora estaríamos hablando de su elocución entre robots que aspiran a vivir entre nosotros. Como en la fantástica serie Humans, que me hizo imaginar un mundo más fácil del que nos está tocando vivir. Sin tiempo para nada, emborrachados de estímulos que no sabemos gestionar.