Anormal Summer

El verano, desde que tengo recuerdo, es una foto de Benidorm en un fin de semana de agosto, en hora punta, entre tiendas de todo a un euro, una heladería y unas varietés sobre un escenario. En Cullera el escenario tiene una cortina arrugada de glitter. La cantante sólo se sabe esa canción. El verano es contacto de hamacas en Ibiza, apretujadas en una nube de arena a punto de inundarse. Es un chapuzón con olor a polo de limón. Verano son cenas y veladas interminables a la fresca, sobre el asfalto destrozado de cualquier pueblo deshabitado, pero es mi pueblo. Las sensaciones de verano arrastran verbenas y una melodía intrínseca, que se repite para hacer bailar al laggard: esa gente que no entiende el pop. El verano mueve el culo de todas esas generaciones que reconocen Sopa de caracol y El tractor amarillo. Sin embargo, este verano, tan diferente, tan inconsciente, no tendrá canción del verano porque no hay dónde bailarla.

SEIS CANCIONES. O planteado de otra manera, este verano las canciones del verano son todas las que sonarán en nuestras casas, las que cantaremos con la mascarilla puesta, nuestras favoritas que harán menearse a los amigos, pese a que no cuenten con una plataforma discográfica de peso, pese a que no suenen en la radio de masas. Por ejemplo, mis canciones del verano serán: Mequetrefe, de ARCA; What’s Your Pleasure, de Jessie Ware; Levitating, de Dua Lipa; Un Gatito, de La Bienquerida; Flashback, de Javiera Mena; y Un verano en Mallorca, de Rels B. Habría muchas más, pero esas son las infalibles, las que van a sonar en mi coche cada tarde cuando vaya de camino a la playa más desnuda de València, las que aprenderé desde mi casa cuando rellene las copas de balón.

Flamante portada del single de Rels B

PATRIMONIO NACIONAL. Este año Luis García Berlanga se deleitaría con poder ver su ficción hecha realidad en muchas aldeas de la España deshabitada. Lugares donde apenas viven una docena de familias y han encontrado el negocio perfecto al gestionar el alquiler de una casa rural para ver llegar a familias de nuevos ricos que durante el confinamiento no cobraron ERTES, sino que triplicaron sus ingresos. Emprendedores que se han ganado la quincena de sus sueños en un entorno natural sin mascarilla. Bienvenido sea Mr. Socuéllamos a esos lugares, sin grandes fastos, porque van a vivir el verdadero verano, el que todos querríamos encontrar en una isla desierta, de esas que ya no quedan. Bizcocho de nata recién horneado para desayunar, copas de ginebra a la fresca. Los aldeanos van a vibrar de la emoción de poder aplaudir por las calles, ahora que los balcones están vacíos. La economía se está levantando a golpe de contratos de cocineros, camareros, repartidores de Glovo y floristas a domicilio. La desigualdad, en tiempo de pandemia, se acrecenta.

El espíritu Berlanga, tan presente en los pueblos de España.

LA PLAYA. Para mí, no hay verano sin ella. Pero los putos medios de comunicación de click-bait (cada día más) han acabado con mi visión idílica de esos parajes. Hace años, pocos, podía ir a rincones de la Comunitat Valenciana, de Mallorca y de Catalunya, donde apenas había turismo. La geolocalización de Instagram ha acabado con cualquier reducto de hedonismo. Donde antes había brisa marina, hoy huele a bronceador. Donde te podías bañar entre peces plateados y algas, hoy hay gafas de buceo de colores y objetos escatológicos. La situación sanitaria ha reducido en un 95% el turismo extranjero, pero ha provocado que gente que nunca había pisado una playa se dirija a ellas como si fuera un parque de atracciones, en el que a primera hora de la mañana pasa el equipo de limpieza a acabar con la huella humana. Y no es así; la huella humana en la naturaleza es la aniquilación del planeta.

NI PALOMITAS NI REGUETÓN. Para bien o para mal, las salas de cine se han sustituido por la comodidad de un salón climatizado, en tu sofá favorito, con tus cojines, rodeado de tus mascotas (gracias, Lolo, por acompañarme en todas las sesiones de cine). Pero también con las notificaciones de Whatsapp, llamadas, la lavadora, la sed intermitente que te hace levantarte a la nevera. En fin: una mierda. Rewind cada dos por tres por haberte perdido una secuencia. Otra de las que podría parecer una ventaja es la ausencia de reguetón; como ya no se baila, ya no se escucha. Así que no hay riesgo de abrir ventanas y balcones por las noches, porque el discurso del odio en versión musical no entrará en nuestros hogares.