
Todos los manuales de buenos modales decimonónicos prohibían expresamente hablar de dinero en conversaciones formales. Específicamente, el protocolo de mesa y mantel impedía hablar de asuntos monetarios a no ser que se tratase de una reunión de negocios. Esa forma de educar, que pervirtió el ámbito familiar, público y privado, ha hecho que todavía pueda parecer grosero en algunas reuniones escuchar hablar del precio de las cosas; desde el coste del menú que tenemos ante la mesa hasta de los sueldos. ¿Quién no ha tenido algún conato de incidir en el precio de los vinos de la carta de un restaurante? En el fondo, todo nos parece caro pero, por no hablar de dinero, acabamos silenciando una discusión que nos llevaría a acabar eligiendo otro vino que no es el que queríamos. Por un puñado de euros podemos perder un buen recuerdo y convertirlo en otro muy malo.
Así, el dinero era un asunto sucio hasta que creció la generación millenial y le quitamos cualquier rango de supremacía moral a la moneda. Desde bien pequeños, nos poníamos frente al mostrador de nuestro kiosco favorito para elegir concienzudamente en qué golosinas gastar la paga. «Ponme 3 moras rojas, ponme 3 moras negras. —30 pesetas, llevas. —Vale, entonces ponme una mora más de cada. Y dos jamones. —Te sobran dos duros-. Un tiburón. Y lo que resta, en cocacolas». Y así entendimos que la lucha por nuestro dinero era mucho más importante que cualquier otra cosa. Que hacer perder el tiempo por dinero, se valía. Ahora nos hacen perder el tiempo por dinero otras personas, y lo entendemos todo cuando nos ponemos en la cola de la gestión de cualquier trámite administrativo. En los hipermercados, precisamente para no hacernos perder el tiempo, han inventado sistemas, como la cola de espera única.
La supremacía del dinero ha obligado a los millenials ser muy hormiguitas y saber administrarse y racionalizar, estirando hasta el extremo Boomer los módicos sueldos mileuristas que arrastramos desde hace más de una década. En 2010 ser mileurista era un problema, en 2020 podría ser una bendición para trabajadores del retail, o los repartidores de comida a domicilio. Aunque el gobierno haya aumentado el salario mínimo interprofesional, en España las trampas de Lazarillo nos persiguen: los autónomos saben de lo que hablo. Restando los gastos de vivienda, teléfono, internet, transporte, higiene y salud, quedan unos billetes de euros que hemos aprendido a amortizar al máximo. Y todo sin racanear; si hay que hacer botellón, que sea de primeras marcas.

Al hilo de esto, ¿cómo no hablar de dinero en la cultura pop? Letras de canciones vienen a recordarnos que el capital es un problema. Money, money, clamaba Lizza Minnelli. El dinero no es nuestro dios, sentenciaban las Fangoria. ¿Qué sería de mí sin ti? [sin el dinero] clamaba Carlos Berlanga. Y ahora, justamente hace unos días, deslumbraba Rosalía con dos canciones que son un manifiesto en sí mismo: Milionària (Fucking Money Man) / Dio$ No$ Libre del Dinero. En ambas canciones, pervierte el sentido de los billetes y se revuelve contra la ambición. «Los verdes y los moraos, mira, son como un veneno, que los aparten de mi lao», dice la letra, mientras la cantante global viste un look negro azabache con cadenas de oro, de Moschino.
Durante estos días, Betto García, el diseñador de complementos más famoso de la generación Z, está haciendo una escapada con amigos, retransmitida en sus stories de Instagram. Una experiencia similar al reality Supervivientes, súper interesante: un plan de vacaciones express que consiste en hacer un bote de 30 euros por cabeza y llegar hasta donde se pueda. Sin trampa ni cartón, sin hacer uso de la tarjeta. Así, han demostrado que para disfrutar de lo mejor de la vida no hace falta derrochar; sino amortizar lo poco que tienen. Y si hay que comprar lechuga en un supermercado para alimentarse o dormir en una playa, pues se hace entre risas y entre amigos. El dinero, [muy en el fondo] no es que no sea importante; es que es lo último importante de la vida. Y la contradicción volverá a poner énfasis a esa afirmación.
