Nos educan para triunfar. Nos piden la excelencia, sacar la cabeza por encima del compañero de pupitre, desgarrarnos con el deporte para machacar al rival. Bajo aquello de la superación personal y el trabajo en equipo, nos incitan a buscar contrincantes donde no los hay. Como cuando el hombre de las cavernas salía a la caza, pero de forma artificiosa. Es la rivalidad del juego sucio, del hurto de poderes, del todo vale, de la ambición. Pero todo lo que sube también tiene que bajar; y del regusto del éxito surten las primeras notas del fracaso.

El poder. Acabo de leerme El fin del poder, de Moisés Naím, un libro muy recomendable para entender cómo ha mutado la capacidad para tomar decisiones de todo tipo de entidades con poder; desde la propia política al mundo de la empresa. Los poderosos han pasado de tener la capacidad de aplastar, de desahuciar y de explotarnos, a estar controlados por la ciudadanía y vigilados por el sistema judicial. El empoderamiento de las masas no solo era un eslogan del 15-M sino una conciencia robinhoodiana que ha calado, que llegó para quedarse.
Donald Trump es el ejemplo de una gran historia de fracasos consecutivos, por mucho que sea presidente de los Estados Unidos; ahora está al borde de la inhabilitación. El fiscal Especial investiga una posible obstrucción a la justicia. Quizá, solo así, su ambición demoledora no se vea cumplida. Resaltan otros casos de ambición desmedida, como el de Theresa May, que se creyó tan superlativa que se atrevió a anticipar elecciones, y hoy ha perdido diputados y tendrá que ir con pies de plomo ante su proyecto de Brexit duro, porque las próximas elecciones las podría perder frente a los laboristas.
Pablo Iglesias. Está desnortado, como alguien que está al borde del abismo y se siente ya fracasado. Apareció en rueda de prensa, acompañado por Irene Montero, para anunciar una moción de censura que sabía que no trascendería. Pero pese a todo adoptó el rol de político presidenciable, se disfrazó con un traje sin hechuras, como de Primark o de Alcampo: todo lo contrario a la imagen que quiso ofrecer. Todo le salió mal salvo las réplicas de Rajoy, que tiene el don de hacer creer a cualquiera que está haciéndolo mejor que el mismísimo presidente de España. Esta vez el vencedor fue el impecable trabalenguas «cuanto peor, mejor para todos, y cuanto peor para todos mejor, mejor para mí el suyo beneficio político».
Susana Díaz. Era la firme candidata a liderar el Partido Socialista en España. Contaba con todos los avales teóricos, tenía la mano en el hombro de los barones y de los expresidentes del gobierno, de las fuerzas vivas e incluso de las que estaban más allí que aquí. Pero nunca hay que transmitir la sensación de que se tiene todo. Un resbalón de soberbia siempre lleva a un terraplén de fracasos. El día que por primera vez no ganas, que pierdes, la gente quiere que pierdas todo lo demás que has conseguido, y vuelves a ser una persona visiblemente normal, con obstáculos y con dificultades, un ser humano sencillo sumido en la desilusión, como todos en alguna ocasión. Y en ese momento dices «qué hostia me han dado» y te levantas de nuevo.
David Delfín y Bimba Bosé. Realmente no han fracasado en nada, salvo en una cosa: en hacernos creer que las personas geniales pueden durar más tiempo que el resto. Vivieron como quisieron, crearon todo el tiempo historias maravillosas, cuidaron de su gente; Bimba de sus hijas Dora y June, David cuidó e hizo feliz a su perrita Alicia. Amaron. Ella se enamoró de Charlie Centa. Él de Pablo Sáez. Se rodearon de amigos, de otros genios. Y después de una lucha valiente contra una enfermedad letal, ante la que nunca quisieron tirar la toalla, ante la que se reían y bromeaban, cuyas cicatrices mostraban en la pasarela y en el couché, se reencontraron en otra dimensión hace unas semanas. Todo, muy parecido a aquel corto de Diego Postigo de 1999; dos ángeles en el ombligo de Madrid, rompiendo con el aburrimiento y la rutina.
Recupero de mi videoteca Birdman (o La Inesperada Virtud de la Ignorancia), una de mis películas favoritas de los últimos años, de la que ya he hablado aquí. Cada día la tengo más presente por su trasfondo tan duro: el elogio a los fracasos. Nos sirve para no olvidar que hay que adorar la vida, que hay que disfrutar de los errores y de los fracasos como si fueran los mejores momentos. Porque cuando sorprenda el éxito incontestable, quizá ya sea demasiado tarde para alguno de nosotros. Hay que levantarse cada mañana y dedicarse a querer y crear, pensar y crear, disfrutar y querer.