Hace un par de semanas, en una sala de cine, me marcó tanto Pride (Matthew Warchus) [10/10], que me ha dado el pronto de compilar un grupo de reflexiones que vienen al caso. Es curioso cómo una historia basada en hechos reales parece tan increíble que parece una ficción. Una secuencia cariñosa y familiar que me recuerda a otra de mis películas favoritas de temática LGTB, C.R.A.Z.Y [10/10], que ahora cumple exactamente una década. Cómo pasa el tiempo y qué necesario es seguir dando lecciones de tolerancia. O qué poco ha evolucionado la civilización. Diferentes moralejas para alimentar mi misantropía.

Las dos películas están ambientadas en los años 70 y 80 de la pasada década. Cuando los movimientos de defensa de derechos de gays, bisexuales y transexuales iniciaron su visibilidad global, alzada gracias a la americanización de la cultura de masas. Como digo siempre: algo bueno tenía que tener el capitalismo. En Pride, el leit-motiv es una reivindicación de una aldea de tradición minera organizada en forma de sindicato contra el gobierno de Thatcher. A esta contienda decide unirse un colectivo gay de Londres, que ayudan a financiar la campaña de los mineros desde la capital, aportando su experiencia a cambio de una posible colaboración para visibilizar su orgullo.
Los mineros, como era de esperar, ven su pueblo desbordado de una aversión hacia lo desconocido. Conservadores y retrógrados contra la ola de maricas y lesbianas. Se niegan a recibir ayudas del colectivo. Pero un grupo de chicos decide alquilar una furgo y acudir al pueblo a hacer campaña LGTB y ganarse la colaboración. Momentos divertidos, reacciones intolerantes y una sincronía extraña dan fruto. Las mujeres descubren que no todas las lesbianas son veganas. Y minuto a minuto la trama va desgranando perfiles habituales en base a reacciones ante lo desconocido. Es una enciclopedia de cómo los humanos afrontan sus prejuicios. Y la victoria o la derrota personal va ligada a la evolución o no de su forma de pensar, de actuar y de vivir. Todos los casos están ejemplificados perfectamente en el largometraje.

El caso es que en nuestro mundo globalizado, cultivo de un capitalismo que nos debía haber hecho respetar las diferencias de nuestros congéneres, cada día hay motivos para reivindicar tolerancia hacia el colectivo LGTB. Por eso hoy, sin ser el día del Orgullo, aprovecho para adelantarme a hacer un manifiesto desde estas líneas. Estos días precisamente hemos comprobado que lo que nos toca de cerca (el suicidio-homicidio del Germanwings) nos afecta mucho más que aquellas tragedias de igual o mayor volumen que se producen a mayor distancia: muertes de decenas de niños a diario en Siria, o el atentado yihadista en un colegio de Kenia. Y no nos rasgamos las vestiduras.
Con la homofobia sucede igual. Nos creemos que no hay nada que reivindicar porque en nuestras ciudades los homosexuales se dan besos por las calles sin ninguna reprimenda, e incluso sin sorprender a la sociedad. Pero no sabemos que allá lejos (o no tanto, en Marruecos [interesantísimo documental de La Sexta al respecto]) la homosexualidad está penada con cárcel. Se te puede acercar un policía para decirte que no le gustan tus formas de caminar, que lo deberías hacer como un hombre. A ese nivel están a solo 1.000 kilómetros, y no nos despeinamos.

Al final, películas como Pride ayudan a mejorar el presente, recuperando páginas de historia, y ayudando a conocer el por qué de los movimientos sociales que ahora incluso se cuestionan. Nos permite posicionarnos con una mirada crítica. Y por esto y por muchas otras cosas, creo que los alumnos de todas las culturas deberían visionarlas por obligación, en lo que podría ser una asignatura de verdadera Educación para la Ciudadanía. Que a algunos no les gusta, pero que es tan necesaria como hace décadas.