Para esbozar un perfil de Olga necesitaría más de diez mil palabras, o varias imágenes que solo conservo en la retina. Sin duda, fue una de las personas más creativas, locas y divertidas de la Valencia noventera y de principios del siglo XXI. Una etapa de modernidad a la que Olga no quiso poner límites. Su vida era creatividad y arte. Regentaba un pequeño local en la calle Juristas, al que denominó Nou Pernil Dolç (Nueva York traducido mal al valenciano, o algo así). Y desde allí cambió el mundo, nuestro mundo pequeño y visible; el único que podemos ver cambiar.

Frecuentaba a la hora del desayuno (de su desayuno, a las 12.30pm, o a las 14.00pm, depende del día) el Cafetín, un local entrañable del barrio de El Carmen. En aquel momento te atendía un camarero guapo y esbelto de Europa del Este, Rafau. Y Olga siempre estaba en la puerta, como una estampa tridimensional, acariciando a los perros que pasaban a su lado y saludando a la gente que desconocía. No le incomodaba establecer conversación con nadie, era una persona absolutamente moderna y abierta a las comunicaciones más insensatas. La sinceridad del agua con misterio.
Su aspecto, techno-travesti, punky-folk, muy DIY y completamente divertido, impactaba al primer golpe de vista. Por recordar algo, recuerdo un bolso cruzado cuya cinta estaba hecha con una banda de fallera, con todas sus pasamanerías, que remataban un cierre en abanico de nácar, troquelado y barroco. También recuerdo varios pares de gafas de cristal imposible y montura de ficción, que seguramente le acercaban a una realidad mucho mejor. Y siempre lucía algún tipo de gorro, sombrero o tocado, como la gente elegante; bien puesta de todo. Sus piernas, que guardaba idénticas a las de la bailarina que fue, lucían mallas, lycras y medias fantasía sin parar.

La primera vez que entré al Nou Pernil quedé asombrado y enamorado del espacio. Es un elogio al síndrome de Diógenes, pero con el sentido del esteticismo barroco perdurable. Lo más llamativo es que la siguiente vez que entrabas, varios meses después, todo era diferente, todo estaba cambiado, o quizá era yo, que no recordaba la montaña de objetos que emanaban del suelo, las paredes y colgaban de sus lámparas. Era, y sigue siendo (gracias a la actual regencia de Rafau), un universo aparte, en el que cualquier persona creativa se siente inspirada y serena.
Aquella primera vez me pedí una cerveza y se cobró con 5 euros. Me acerqué con unos amigos a un rincón apetecible, oscuro, infinito de trastos y tesoros. Y ella vino detrás, haciendo gala de sus buenas maneras como anfitriona, retirándome abrigo y bufanda. Al intentar desplazar una silla confrontada a la mesa, me recomendó con vehemencia que no lo hiciera; que allí todo estaba colocado para ser lo más confortable posible, y que dedicaba con cariño parte de su tiempo a ubicar las cosas en el sitio que debían estar. Así que me tuve que sentar a horcajadas y disfruté mucho mejor.

Olga apareció cadáver una mañana rara y extrañamente fría de noviembre de 2008. Su última acción conocida había sido abrir el candado de su local. Con 57 años de vida y arte a sus espaldas, dejó reconocimientos en varios continentes, imágenes sobre el escenario con grandes como Lindsay Kemp, y una arrogancia artística que marcaba un halo de excentricidad y frivolidad tan necesaria como su presencia, en un barrio que desde entonces está—un poco más— huérfano.