En la sociedad actual no estamos preparados para que algo importante desaparezca del mapa. Llevamos casi un mes en vilo con el suceso del avión de Malaysia Airlines desaparecido en el océano. Y la desinformación del poder inquieta más que nuestra propia ignorancia de cada día. Todos estamos controlados por redes sociales, por códigos de barras, por enormes bases de datos. Pero cuando algo desaparece y los poderosos, los gobiernos, no saben dar explicación nace un miedo aterrador. ¿Secuestro, misterio sin resolución, o decepción tecnológica del siglo XXI?

El otro día, por primera vez tuve que hacer uso del servicio técnico de Apple. Llamé, di mis datos, mi nombre de usuario y un código. Y desde algún lugar remoto del mundo, un técnico que hizo un diagnóstico del terminal que tenía en mis manos en ese momento. Me dijo que el aparato estaba bien. Y me recomendó que por las noches elimine las notificaciones de Instagram, Twitter y Facebook porque me estaban consumiendo recursos. Pánico instantáneo. El señor Apple sabe qué aplicaciones tengo instaladas, qué uso les doy, y a qué horas las utilizo con más frecuencia. Facebook tiene mis datos personales y mi gran parte de mi agenda diaria. Instagram sabe en qué lugar del planeta me encuentro con cada foto que subo. Cruzamos los datos y estamos perdidos: alguien con poder supremo sabe dónde estoy, qué quiero y qué busco, y tendrá las mejores herramientas de marketing para vendérmelo. Soy su esclavo. Cada vez es más difícil salirse por la tangente y abandonar el gusto común. Porque diariamente alguien te recomienda que hagas click en «Me gusta» de su revista favorita, de su tienda de ropa favorita, e incluso sus libros y películas favoritos. Cada vez más, intento privarme de recomendar cosas. Guardo mis bookmarks y favoritos como si fueran mis tesoros. Es mi privacidad tengo un Triángulo de las Bermudas donde almacenar cosas ilocalizables para los medios. Un trocito del océano abisal quiero que sea sólo mío.

Déjà vu…. Acabo de recordar que cuando era adolescente y me obsesioné por la lectura de novelas, cuando me preguntaban; ¿cuál es tu libro favorito? Siempre respondía mi segunda opción. La primera me la guardaba. Lo hacía por miedo a que la próxima vez que fuera a la biblioteca a por él, alguien se lo hubiera llevado en préstamo, o quizá se hubiera puesto tan de moda en el instituto que lo pudiera encontrar maltratado la siguiente vez que lo necesitase. Mi segunda opción favorita es la que proyecto, y la primera me la guardo. Y lo suelo hacer todavía, incluso con las listas, por miedo a que mi gusto individual se transforme en apestado y reiterativo. Decir que tu libro de cabecera es El Principito pocas veces es verdad, suele ser de un esnobismo incalculable. He conocido hasta varios casos de personas que dicen que es su libro favorito y no lo han leído; una actitud muy Sofía Mazagatos ante las tendencias. «No he leído nada de Vargas Llosa, pero le sigo muy de cerca». Imbecilidad absoluta.

Al final, lo que siempre digo con las listas; nada importa. Porque mis intereses de hoy pueden ser diferentes a los del mañana. Pero no hay cosa que me produzca más hastío que darme cuenta de que me gusta lo mismo que a cien mil personas que se encuentran a mi alrededor. En los festivales de música me siento una hormiguita insignificante y casi siempre prefiero huir hacia el escenario que menos público aglutina. Desarraigo natural para sobrevivir al holocausto. Mi mundo en desaparición.