Sobrepasados todos los ismos, reivindicados, subastados y hasta devastados, el arte contemporáneo deriva entre la contradicción, la rebeldía y la generación de sorpresas. El debate entre arte y artesanía se diluye frente a los bastidores de los mercados del lujo y la alta decoración. Todo es nada. Lo caro siempre es barato cuando te das cuenta de que estás vivo.

Si Joaquín Torres, el arquitecto más famoso de La Finca, adquiere un Pollock porque le va bien con el color de los sofás: no, no es arte. Lo siento mucho, pero es decoración. Pero si una señora de Carabanchel compra una reinterpretación fulera de una marina de Sorolla y la coloca sobre su aparador, y se sienta frente a ella todas las mañanas, la admira, se siente estimulada y obtiene mucho más placer que con su marido, en ese caso sí, es arte. Indudablemente, el arte está en el alma y en el placer.
«Definir sin subjetivizar siempre es capcioso»
Quizá la única diferencia entre los humanos y los animales es aquello de valorar el arte. O no. Vete tú a saber si mi gato admira la nueva escultura que he adquirido de Giovanni Nardin, Kit de manifestación nº 1. Ahora la mira con curiosidad, juega con ella con autocracia, pero a veces me planteo si cuando se queda con la mirada perdida en el horizonte está disfrutando de lo que ve. En ese caso, la calle, las plantas, mi cuerpo, serían arte para él. Y cuando me quedo mirando esa bola de pelo blanco intenso moviéndose de un lado para otro, intentando cazar al vuelo los mosquitos, ¿acaso no lo puedo percibir como arte? ¿no puedo capturarlo con la misma intensidad que los planos de cámara muerta en Amor? Definir sin subjetivizar siempre es capcioso.

El peluchismo se ha puesto de moda. Lleva tiempo. Es un concepto un poco asiático, aquello de integrar pelo en las esculturas; también un poco funerario. Lo que antes parecía casi tribal y demoniaco, cada día tiene más adeptos en las subastas de arte. La gente compra pelo postizo, objetos envueltos en peluche, bolas inmensas de relleno que sirven para sentarse encima. Y ahí es donde acaba el arte, nuevamente, y empieza la decoración. Definiciones al poder. Entre una escultura de A.R.Penck y un puf de Roche Bobois hay una diminuta línea conceptual que las diferencia. La intención, dicen. Una frente a otra y estalla la semántica.
Quizá el primero en utilizar materiales similares al pelo en arte contemporáneo fuera Antoni Tàpies, en tantas pinturas matéricas impresionantes. Pero su uso se ha ido prodigando sobre todo en escultores. Desde los que lo utilizan con fines naturalistas e hiperrealistas, como Ron Mueck, hasta lo más burdo y freak que se vio en Informativos Telecinco. Un peluquero valenciano utilizaba pelo cortado de sus clientas para hacer murales asquerosos en los que retrataba a personajes de relevancia como la duquesa de Alba, la alcaldesa Barberá o Golum. Todo en la misma colección.

No es un debate nuevo, ni mucho menos. El diseño de producto se topa continuamente con este diálogo entre la obra de peana y la utilidad real. Marcel Duchamp demostró que la base del arte está en la intención, que cualquier objeto puede exponerse y disfrutarse con ironía o sin ella. Pero vete tú a saber si Alvar Aalto nos dejó esos maravillosos jarrones para que colocásemos flores en ellos, o acaso pretendía incitar a descubrir la pureza de la curva forzada, la sensualidad natural de los meandros noruegos.
Las personas, con pelo, y unos más que otros, también podemos ser arte a ojos de los demás. Contemplar cómo una persona come una hamburguesa puede ser arte, según Andy Warhol. Contemplar a una mujer comiendo una caca de perro puede ser arte, según John Waters. Y ver cómo una persona que a ojos de la sociedad ha sido transgresora y moderna, Fabio McNamara, defiende ahora las medidas contra el aborto del ministro Gallardón, habla de satán y de sacrificios, sintiéndolo mucho, para mí también es arte. Aunque no esté de acuerdo en absoluto con él. El arte nunca tuvo por qué ser complaciente ni gustar a nadie; ése fue el gran problema de los que no lo entendieron.