La dimisión de Esperanza Aguirre es uno de esos fenómenos mediáticos que cabría analizar con detenimiento. Su jefe de prensa lo tuvo muy claro cuando decidió anunciar la bomba a las dos de la tarde, atípico en horarios de comunicación. Una hora para romper las escaletas de todos los telediarios y dejar a los periodistas y a los madrileños descolocados al mismo nivel. ¿Inteligente o tonto? Es cuestionable, como la trayectoria política de la ínclita. Nunca sabremos si su aparición en calcetines y tacones tras Bombay, si sus rimas y diretes con el hijoputa, o su deseo de muerte para todos los arquitectos fueron salidas descerebradas o una estrategia inteligente para desviar la atención de los problemas de los ciudadanos, provocados por su gobierno neoliberal.
Menos sorprendente es la proclama popular de Michelle Obama a unos futuros comicios en EEUU. Un indicio de la debilidad de la mujer en la cultura familiar de los norteamericanos es que sólo ven buena candidatura de una mujer cuando antes ha pasado por primera dama. Hillary Clinton le debe el apellido a su marido, por lo que hiciera, cuando ella sólo era un florero mediático. Ahora Michelle LaVaughn Robinson está dispuesta a perder el apellido. Prácticamente todos los tabloides la han catapultado a un nivel de carisma similar al que tuvo su marido cuando era candidato y el planeta soñaba con el We Can. Ahora, que las flaquezas de la economía globalizada han desinflado las aspiraciones, la ciudadanía ve en ella la buena imagen que el injusto Nobel de la Paz está perdiendo.
Un caso opuesto sería el de Sarah Palin, que paradójicamente lidera el Tea Party, esa opción que nace del Partido Republicano y recuerda a los peores tiempos de George Bush. Su ideología ultraconservadora la acercan a posiciones de Le Pen francés, o de la Aguirre dimitida. Ella tiene poder por sí misma, lo ha conseguido todo tras licenciarse en periodismo y ciencias políticas, luchando solita como una excelente estratega. Salvando las distancias atlánticas, es el paralelismo perfecto de la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, que sin la ayuda de ningún hombre ha conseguido un poder incontestable y refrendado por el sector más demagógico, apocalíptico y escéptico de la sociedad.
Por desgracia ninguna de ellas tiene poder para cambiar el mundo y reformar el capitalismo, pero es un paso adelante que la sociedad las vea como referentes, pese a costa de haber paseado el título de primera dama. Cuesta leer análisis de opinión sobre estas personalidades en las que no se cuestione su apariencia estética, un símbolo del machismo que todavía pervive en las civilizaciones que entendemos como desarrolladas.
