Si las cosas no se acaban a lo grande, parece que no se acaban de verdad. La profecía maya del fin del mundo en 2012 era un poco cachondeo hasta que la realidad se está imponiendo como un tsunami de noticias bestiales que años atrás habrían sido una inocentada poco creíble. La última, la pillada en cacería del rey Juan Carlos, como si no quiere la cosa. Mientras España se entierra en las arenas movedizas de la prima de riesgo, la caída imparable del IVEX y los desconciertos de intenciones entre cabezas del nuevo gobierno, nos enteramos de que el monarca se había ido de vacaciones a Botsuana a cazar inocentes elefantitos. Y si no se hubiese roto la cadera quizá no nos habríamos enterado.
Soy de ese tipo de personas que hasta hace poco no se declaraban ni monárquicas ni republicanas. Y eso que mis profesoras de historia de bachillerato hicieron bastante para que comprendiese (y aprendiese) que la opción guay, la coherente con los valores de libertad y democracia, era la república. Y creo que en teoría lo es. Nadie tiene derecho a ser diferente, ni superior, por motivos sanguíneos. Es un pensamiento medieval. Y visto de según qué prismas, es aberrante que en tantos países del mundo sigamos manteniendo una familia real pagada con impuestos públicos. Una familia, todo sea dicho, que se dedica a lucir palmito y hacer de embajadora, pero que nunca participa de las decisiones diplomáticas ni ayuda en lo más mínimo a que salgamos de situaciones difíciles como la actual.
En la práctica, la familia real española siempre había caído simpática. La monarquía parlamentaria funcionaba muy bien. Menos para mi abuelo, que desde su dogmatismo conservador creyó durante toda su vida de que el rey era socialista. Mi abuelo era de los que preferían otro régimen diferente. Pero para una mayoría aplastante de los españoles, el rey era de los guays. La reina, un poco tonta (eso de no haber aprendido el acento en 40 años…) pero una señora muy elegante; y eso le da puntos del público femenino.
El príncipe Felipe y Letizia estaban intentándose ganar adeptos monárquicos entre la juventud. Ahora todo se ha truncado. La corrupción del yerno Urdangarín, los despistes ilegales del nieto Froilán con las escopetas, y ahora la cacería de elefantes están llevando a los Borbones a su peor momento de popularidad desde el siglo XIX, cuando Fernando VII instauró el absolutismo.

En 2012 la monarquía se hunde. Parece que está de celebración del hundimiento del Titanic. La recreación cinematográfica de James Cameron vuelve a los cines en estafa 3D, la melodía de Céline Dion vuelve a perturbar los telediarios y se están organizando toda una serie de fiestas y eventos frikis para conmemorar la noche en que se hundió el barco más famoso de la historia de la humanidad.
Cuando ahora todo se hunde, celebrar un hundimiento tan olvidado es lo que toca. La familia real, ante todo su hundimiento progresivo, está reflotando con sonrisas en los medios de comunicación. Aquello que decía la Pantoja; dientes, dientes, que es lo que les jode. Como los banqueros hacen ante la recaída de la economía nacional. Si al final, todos las depresiones se resuelven igual.