Un dios salvaje (Carnage) no defrauda porque no intenta emocionar; sólo muestra una realidad. Y con la abrumadora realidad social más melodramática te vas a tu casa, aunque alguien saldrá del cine pensando que sólo ha visto una comedia divertida. A partir de aquí spoiler, si cabe.

Es la historia más eficaz. A saber: dos matrimonios en un apartamento mantienen una conversación cordial acerca de un enfrentamiento entre sus hijos que acaba en agresión. Las formas correctas se tornan en discusión y finalmente en esperpento. Se trata de una escena lineal de 79 minutos que nos permite conocer de lleno a cada uno de sus cuatro personajes, sus pautas de comportamiento, sus intereses y su perfil social. Es La Colmena de Cela contextualizada en 2011, en una ciudad gris como Nueva York.
La trama se nutre de anécdotas para ir componiendo, hueso a hueso, un cadáver exquisito de parodias y realidades, sin saber muy bien cuáles tienen la intención de ser qué. Porque la realidad social siempre es una parodia. Se fuerza un poco el tema cuando entran en juego los niños y los animales domésticos para abrir brechas, pero así empieza todo. Porque la cara más cruda que narra esta breve película es la de la falsedad y la hipocresía que la sociedad impone por educación. Aquella tensión que sufre la madre de Funny Games aquí nace de la misma manera, con una situación incómoda que crece como una bola de nieve.
Jodie Foster y Kate Kinslet están tremendas. Desde la sobriedad a la embriaguez, todo lo bordan, son la mujer sensible a la par que perversa que sorprende a sus maridos con el paso del tiempo. Son libres: hacen y dicen lo que les apetece, y llevan la iniciativa. Eso le da mucha riqueza a la historia y facilita que se desarrolle más rápido. Christoph Waltz y John Reilly se desenmascaran en esta película, después de haber protagonizado otros caracteres mucho más aburridos. Y lo hacen muy bien, con papeles llenos de matices y que dibujan a un tipo de masculinidad muy común en las ciudades; el marido resignado y el adicto al trabajo. Todo desde el prisma del realismo social, pero dejando entrever alguna que otra caricatura.
En definitiva, Roman Polanski ha dado en el clavo una vez más. Ha jugado un poco a meterse en la piel de Woody Allen y dedicar una película entera a describir a sus personajes. Y demuestra que le da igual el género; porque la intriga, la sorpresa y el realismo social siempre están detrás de cualquier historia. Hasta en los argumentos más básicos sabe sacar partido a los registros para ofrecer una película densa, entretenida y convincente. Cuando se vuelve más academicista y decide dar lecciones de cine minimal, se pone bárbaro.

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