El viernes pasado fuimos a ver Super 8 con la misma ilusión que cuando era niño deseaba tener en mis manos el catálogo de juguetes de El Corte Inglés. La curiosidad la había generado el cartel, que me parece una maravilla y me sumerge en nostalgia hacia aquellas dos películas que marcaron mi infancia: E.T. y Los Goonies.
El filme apuntaba mucho más porque tanto la dirección como el guión corrían a cargo de J.J. Abrams, que aunque a mí nunca me consiguió enganchar con Lost (esa serie de masas con efectos psicotrópicos), sí que reconocí los méritos en la serie Fringe, que me calentó en cuanto la descubrí y me pareció una excepcional producción de ciencia ficción acorde al siglo XXI. Pero por lo visto Abrams no ha debido plantearse hacer nada parecido en Super 8; prefirió hacer una película endulzada en la americanidad que da taquillazo.
La trama es tan sencilla, que Super 8 se plantea como un título rebuscado. Lo que menos importa es que una pandilla de niños encantadores perfectamente ambientados en mi generación jueguen a rodar películas con cierto talento, pocas dotes de interpretación y mucha gracia. Lo esencial es un accidente de tren que deja suelto en una villa un monstruo abominable que produce altercados. La misión de los personajes será conocer qué quiere el monstruo (E.T) y ayudarle en su objetivo a lo largo de una serie de escenarios (Goonies).
La ambientación, el vestuario, las secuencias urbanas son tan perfectas que apenas se podría decir que esa película es del siglo XXI, podría haber sido rodada con toda facilidad en 1985. El mérito y el esfuerzo se podrían más en valor si aparecieran señas de contemporaneidad. Tanto el monstruo, como su espacio, como su método de conseguir sus propósitos son habituales en el cine de ficción de la época: no aporta nada.
Quitando este reparo, la producción es innegablemente alentadora para un corte generacional que esperábamos algo así. También es un descubrimiento para el público más joven, de los 90, que quizá no se molestó en curiosear precedentes de la época. Y es un cliché para cualquier otro público porque el disfrute con ingredientes emocionales, dramas familiares y efectos especiales está más que asegurado.