Resurrecciones

Mientras Valencia latía de alegría con estallidos diarios y arte popular en la calle, he vivido los días sin enterarme de lo que pasaba dos kilómetros más arriba o más abajo. Sólo me escandalizó una portada de diario que titulaba con un entrecomillado sensacionalista una noticia que no tenía por qué exagerarse todavía más. «Apocalipsis». Llamarlo así, al tsunami que arrasó la costa japonesa y los múltiples problemas en la ciudad de Tokio y en la central de fusión nuclear de Fukushima, era un exceso intolerable.

Yo estaba un poco en plan Antònia Font, con el Tòkio m’és igual. Pero ahora he podido ver fotos y vídeos y la realidad siempre supera la ficción en los casos de dramas y catástrofes como esta. Se ponen los pelos de punta de pensar que de un día para otro las cosas más estables, los bienes más preciados y la estabilidad natural más ejemplar se corrompen por culpa de un fenómeno explicable científicamente, habitual e irremediable. Como la muerte.

En estos momentos te das cuenta de la vida es como pasear por Nueva York: te sientes una hormiga dentro de un sinsentido de cosas que pasan, fenómenos extraños que hacen que todo cambie de forma al menor traspiés. El problema no está en lo que no vemos o en lo que nos quieren contar, el problema está ahí siempre. Sudamérica es el foco habitual de tragedias. Haití todavía está muy fresca en el recuerdo. Pero la desgracia de Tokio, el símbolo de la ciudad tan avanzada, donde Louis Vuitton tiene edificios enteros llenos de bolsos, y donde las torres de oficinas de trentaytantos pisos están acostumbradas al retumbe del suelo, nos estremece mucho más. Ahora toca reconstruir. Y hasta la próxima.